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El Anticristo Nietzsche
El nombre Anticristo, en la teología y escatología cristianas, se refiere a una figura que cumpliría con las profecías bíblicas concernientes al antagonista de Cristo. El uso de la palabra anticristo solo aparece en las cartas del apóstol Juan, donde por un lado hace referencia a la manifestación, prevista para el fin de los tiempos, de un adversario decisivo de Jesús1 y, por otro, a la anticipación de esta manifestación en la acción de apóstatas que reniegan del cristianismo.
Pese a su provocativo título la obra El Anticristo de
Nietzsche dista de estar relacionada con el personaje bíblico del
Apocalipsis o con cualquier asunto satánico o diabólico. En realidad Nietzsche
realiza una diatriba -una obra polémica y especialmente ácida- pero no
contra la figura de Jesús Nazareno sino contra el cristianismo, pero no
contra cualquier cristianismo sino contra el cristianismo paulino -el
que surge a la sombra de Pablo- y contra su institucionalización
posterior -que considera directamente vinculada a las ideas de Pablo-.
El subtitulo de la obra resulta mucho más adecuado respecto a su contenido que el título en sí mismo, es subtitulo es Maldición sobre el cristianismo,
y aunque no se ahorra truculencia al definir el contenido a través de
la palabra “maldición” eso resulta más exacto en relación a la intención
y contenido de la obra que la idea de un ataque a la figura de Jesús
que no existe.
En puridad lo que se encuentra en El Anticristo de
Nietzsche es una virulenta crítica hacia el cristianismo -y de rebote
hacia el judaísmo- como religión, y no solo como religión en cuanto a su
doctrina -que ataca al vitalismo de Nietzsche y a lo que el filósofo
considera como auténticos valores- sino también en cuanto a Iglesia
institucionalizada, y aquí el autor no hace diferencias entre ramas del
cristianismo, deplora tanto el entramado institucional católico como el
protestante o el greco-ortodoxo, no hay diferencia alguna en ese
sentido.
Una clave de la obra se encuentra en la sucesión de
título y subtítulo, Nietzsche utilizó diversos sobrenombres para
referirse a sí mismo, un era “el Crucificado”, otro “Dioniso” y un
tercero “el Anticristo”. Es, pues, Nietzsche quién asume en primera
persona el discurso que desarrolla en su obra y es de su propia boca de
la que sale esa “maldición sobre el cristianismo”.
La diatriba se
dirige no solo a la religión sino más específicamente a sus difusores y
sostenedores, aquellos a los que el filósofo llama “clase sacerdotal”,
en ese punto es donde centra toda su artillería pesada, y no hace
demasiada distinción entre el sacerdocio cristiano o el judío, al que
considera antecesor del cristiano. Es preciso hacer una aclaración en
este punto, Nietzsche, pese a cierta mala fama cosechada con
posterioridad, no es en absoluto antisemita, su antagonismo con el
judaísmo como con el cristianismo lo es puramente por la vía
religioso-institucional y, en realidad, es más exacto definir su postura
como anticlericalismo.
Los valores
Naturalmente
también tiene una crítica de fondo a los valores que difunde ese
clericalismo, pero esa crítica se centra más en los valores que entiende
se anulan que por los que se profesan en sí -aunque los desprecia
abiertamente-. El autor considera que esos valores cristianos,
que se centran en lo que considera la defensa de la “masa”, el
igualitarismo y el escapismo de la realidad a través de la promesa de un
mundo ultraterreno, reprimen los relacionados con la exaltación de la
vida en el mundo -la fortaleza, la pasión, lo natural, entre otros-.
A
su vez, considera esos valores como “aristocráticos”, pero aquí entra
en juego una de las muchas ambigüedades de Nietzsche o, mejor dicho, de
los distintos significados que aplica a los términos, porque, para
Nietzsche, lo “aristocrático” es oposición de lo “burgués” que, a su
vez, identifica con la “masa” como negación del individuo y a los
valores colectivos -de ahí su rechazo al igualitarismo- que priman por
encima de los individuales.
El considerar que la sociedad burguesa
y sus valores colectivos se sustentan en el cristianismo es lo que le
lleva a su diatriba respecto a este último, y no tanto lo que el
cristianismo tiene de consuelo en esta vida con sus promesas de vida
futura. En ese sentido es elocuente su buena opinión sobre el budismo,
que entiende que aunque sirva como “consuelo” carece de las
“contraindicaciones” que, para él, conlleva el cristianismo.
La imagen de Jesús y Pablo
Es
interesante observar su buena opinión de la figura de Jesús Nazareno,
aparentemente contradictoria con el contenido de su obra, pero es que,
como se ha indicado, Nietzsche no carga contra Jesús carga contra Pablo y lo que piensa que significa.
Veamos que dice de Jesús: “Este
dulce mensajero murió como vivió, como enseñó, no para redimir a los
hombres, sino para mostrar cómo se debe vivir. Lo que dejó como legado a
la humanidad es una práctica: su actitud frente a los jueces, esbirros,
acusadores y cualquier clase de calumnia y de escarnio, su actitud en
la cruz. No resiste, no defiende su derecho, no da un paso para alejar
de si la ruda suerte, antes por el contrario, la provoca... Y ruega,
sufre, ama con aquello, en aquellos que hacen el mal... No defenderse,
no indignarse, no atribuir responsabilidad... Pero igualmente no
resistir al mal, amarlo...” Evidentemente si no se trata de una opinión especialmente exaltada no se trata tampoco de una opinión negativa, ni mala.
Muy diferente es, sin embargo, lo que opina de Pablo: “En
Pablo se encarna el tipo opuesto al de buen mensajero, el genio del
odio, de la inexorable lógica del odio. ¿Qué ha sacrificado al odio este
disangelista? Ante todo, el redentor: le clavó en la cruz (…) Pablo
quiere el fin, por consiguiente, quiere los medios... Lo que él mismo no
creía, lo creyeron los idiotas entre los cuales sembró él su doctrina
(…) con Pablo, el sacerdote quiere una vez más el poder; sólo podía
servirse de ideas, teorías, símbolos con los que se tiraniza a las masas
y se forman los rebaños”.
Para Nietzsche, Jesús, es una
figura de un “buen” y “dulce” mensajero, Pablo no, Pablo es la
encarnación del clero y su institucionalización, que actúan por odio -a
los verdaderos valores vitales e individuales- y por ansia de poder, su
medio es el control y la “tiranía” sobre las masas, que es a la vez la
fuente de poder de esta “casta sacerdotal” y el objeto de su dominio.
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